“EL PRINCIPITO” Y NUESTRO NIÑO INTERIOR

En el fondo de todo adulto yace un niño eterno, en continua formación, nunca terminado, que solicita cuidado, atención y educación constantes. Esta es la parte de la personalidad humana que aspira a desarrollarse y a alcanzar la plenitud.” Carl Gustav Jung

Una lluviosa mañana, del 29 de julio de 2014, me dirigía al trabajo, en medio de la habitual congestión del tránsito de Bogotá. No obstante, mientras veía el movimiento de las plumillas en el parabrisas una y otra vez, hubo algo que interrumpió esa observación”, al escuchar en la radio una noticia totalmente inédita: El juez de familia de la ciudad de Rosario (Argentina), Ricardo Dutto, había zanjado una disputa de los padres de dos niños de 6 y 12 años de edad, obligándolos a leer, en familia: la Convención sobre los Derechos del Niño  y las obras literarias: Ética para Amador de Fernando Savater y El Principito de Antoine de Saint Exupery.

Después de escuchar tan curiosa noticia, razoné que era apenas comprensible que se hubiera ordenado la lectura de esa Convención, para garantizar que, a partir de su cabal conocimiento, los padres pudieran respetar y garantizar los derechos de los infantes. Y en cuanto concierne al texto de Savater, juzgué como muy conveniente su lectura por tratarse de un libro sobre la filosofía del buen vivir, que podría contribuir a mejorar las relaciones familiares, pero ¿por qué El Principito?

Pues bien, El Principito, publicado en 1943 y traducido en más de 250 idiomas, constituye una espléndida obra literaria con contenido filosófico y poético que describe la historia de un piloto, cuyo avión ha sufrido una avería en el desierto del Sahara. El narrador, que es el mismo piloto, recuerda un episodio de su niñez en el que dice haberse sentido muy solo e incomprendido por el mundo adulto: “Mi dibujo no representaba un sombrero. Representaba una boa que estaba digiriendo un elefante. Así que dibujé el interior de la boa a fin de que las personas mayores pudiesen entenderlo. Siempre necesitan explicaciones”.

Ilustracion tomada del libro, «El Principito»

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Una mañana, así como de la nada, apareció un niño de dorada cabellera, bufanda roja y abrigo azul. Como todos los niños, el Principito, era muy espontáneo, curioso, creativo, imaginativo, sincero, pero sobre todo un gran maestro de la filosofía de la vida.

Procedía del Asteroide B-612, donde tenía una rosa que cuidar y tres volcanes que limpiar. Sin embargo, un día discutió con su rosa y tal fue su molestia que abandonó su planeta para explorar siete planetas. Antes de llegar a la tierra, había estado ya en seis. En cada uno había conocido a un personaje representativo de los defectos, excesos y debilidades de los adultos, a saber: El rey obsesivo por el poder, el vanidoso, el bebedor, el hombre de negocios, el farolero que desempeñaba un trabajo que no le gustaba e ignoraba por qué lo hacía, y el geógrafo, a quien le interesaba conocer todo, menos, su mundo. Y, desde luego, al visitar la tierra, halló algo de todos. Por lo que el Principito exclamó: “La Tierra no es un planeta cualquiera! Se cuentan en él ciento once reyes (sin olvidar, naturalmente, los reyes negros), siete mil geógrafos, novecientos mil hombres de negocios, siete millones y medio de borrachos, trescientos once millones de vanidosos, es decir, alrededor de dos mil millones de personas mayores.”

En ese recorrido, El Principito, describe cómo la adultez se aleja de los valores esenciales de la vida, para dar paso a lo cuantificable y tangible. De ahí, esta frase: A los mayores les gustan las cifras. Cuando se les habla de un nuevo amigo, jamás preguntan sobre lo esencial.”

El Principito es una obra que acude a la metáfora del viaje de la niñez hacia la adultez y de ésta a la niñez, en la que el diálogo se construye con una misma persona, pero con dos roles diferentes. Pues, el Principito es la persona del piloto solo que cuando era niño. Es ese niño interior del aviador que, al terminar la novela, el adulto añora volver a ver: “Mirad atentamente este paisaje para que estéis seguros de poder reconocerlo si viajáis alguna vez por África, por el desierto. Y si por casualidad pasáis por allí, os pido por favor que no os apresuréis, ¡esperad un poco, justo debajo de la estrella! Si entonces un niño se os acerca, si ríe, si tiene pelo de oro, si no contesta cuando le preguntáis algo, adivinaréis enseguida quién es. Por favor, sed amable y no me dejéis tan triste: escribidme enseguida y decidme que ha vuelto…”

Carl Gustav Jung, psicólogo y siquiatra suizo, introdujo las bases de lo que hoy se conoce como el niño interior, a través de su concepto del “motivo del niño”, entendido como la representación del aspecto preconsciente de la infancia. Por tanto, el niño interior corresponde a ese conjunto de recuerdos, experiencias y emociones que perviven en nuestro inconsciente.

En ese contexto, a pesar de que El Principito está catalogado como una obra de la literatura infantil. Está escrito para los adultos que desean redescubrir el niño interior que anida en las profundidades y resquicios de su subconsciente. E induce a que los mayores nos cuestionemos: ¿En qué momento y por qué abandonamos los más bonitos valores y cualidades de niños y niñas, ¿fue acaso, el día en que empezamos a creer que el sinónimo de responsabilidad era el de amargura, aburrimiento y total desdén por la simplicidad de la vida? Será, entonces, que si extrapolamos, nuestra reflexión sobre esta transformación del alma humana, al razonamiento de Rousseau, “el hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe”, debemos inferir que en el proceso de transformación de niño a hombre: “El hombre nace alegre, pero la adultez lo vuelve amargo y aburrido?

Uno puede leer y releer muchas veces El Principito, pero siempre sus frases cargadas de sabiduría y verdad tocarán nuestro corazón. Es imposible no identificarnos con ese encantador niño, y dejar de trasladarnos a los días mágicos de la infancia.

Alguna vez fuimos esos seres que dibujamos y coloreábamos sin importar lo bien o lo mal que lo hiciéramos; los que disfrutábamos de la fantasía y podíamos convertirnos en un héroe o heroína con súper poderes; los que creíamos en Papá Noel, a pesar de saber racionalmente que no existía y que era una invención publicitaria de Coca-Cola; los que peleábamos, pero fácilmente nos contentábamos y pronto olvidábamos la ofensa; los que, como dice Coelho, siempre estábamos alegres sin saber por qué; los que teníamos un alto concepto de la amistad, pues hacíamos nuevos amigos rápidamente para aprender, jugar y divertirnos, y si el amigo se iba, rompíamos en un llanto inconsolable; los que nos moríamos de la risa, jugando al trineo; los seres curiosos, que poníamos en aprietos a papás y maestros, para responder al por qué de todas las cosas; esos niños y niñas tiernos e ingenuos para quienes el tiempo y la agitación no existía; y aquellos que se maravillaban, y no ocultaban su asombro con la lluvia, las puestas del sol y el universo entero.

Justamente, a mi mente llega una anécdota en la que funjo como protagonista de esa candidez infantil: Una noche, cuando tenía tres años, y ya era hora de irse a dormir, me quedé observando fijamente a la luna, y con cara de asombro, comenté: “Mamá, creo que a papá Dios se le olvidó apagar la luna”.

Finalmente, frente a la pregunta inicial en torno las razones y motivaciones que habrían llevado al juez Ricardo Dutto a adoptar esta ingeniosa solución judicial, de ordenar la lectura familiar de El Principito. Pienso que ésta halla sustento en lo que la filósofa Martha Nussbaum ha denominado como la “Poética de la Justicia”, que considera a la literatura como una importante herramienta en la toma de determinaciones judiciales. También, refleja el talante de un hombre justo, orientado por una concepción integral y holística del ser humano, en la que la finalidad de su decisión no solo propendía por resolver un determinado litigio, sino también por el crecimiento personal de los padres y su asertiva comunicación con el mundo infantil de sus hijos, a partir de la praxis y apropiación de la filosofía de vida a la que amorosamente nos invita nuestro amigo El Principito. Pues, “Lo esencial es invisible a los ojos.” (El Principito)

1 Ilustración tomada del libro, “El Principito”