Tú tienes el reloj, pero yo tengo el tiempo
Por: Gloria Dorys Álvarez García
“Si yo soy lo que tengo, y lo que tengo se pierde, entonces, ¿quién soy yo?
Nada sino un testimonio frustrado, contradictorio, patético, en una falsa manera de vivir.
Si yo soy lo que soy y no lo que tengo, nadie puede arrebatarme ni amenazar mi seguridad y mi sentimiento de identidad.”
Erich Fromm
Cuenta la historia, que en 1783, un misterioso admirador de la reina de Francia, María Antonieta, le encargó a uno de los relojeros más famosos de las cortes europeas: al suizo, Abraham-Louis Breguet (1747-1823), la fabricación de un reloj de bolsillo de oro amarillo con cristal por ambas caras que reuniera todo el saber hacer de la relojería de la época: repetición de minutos, calendario perpetuo, ecuación de tiempo, indicador de reserva de cuerda, termómetro metálico, subesfera de segundos y segundero central, escape de áncora, puente de volante en oro y sistema antichoque. Es decir, algo así como el Iphone 12, de la época.
Sin embargo, dadas las condiciones y requerimientos excepcionales de la elaboración de tan extraordinario reloj, no fue estipulado el límite de su valor, como tampoco el plazo para su entrega. Así, mientras Breguet trabajaba en él, María Antonieta fue detenida, junto con el rey Luis XVI y otros nobles. Y, luego, juzgada por el Tribunal Revolucionario y condenada a morir en la guillotina en 1793. De manera que nunca conoció la espléndida joya. Es más, ni siquiera el mismo Breguet pudo terminarlo. Ya que fue el hijo de Breguet, quien, 34 años después de la muerte de María Antonieta, y 44 años después del encargo, lo terminara.
Pero esta curiosa historia no termina allí. Pues, en 1983, el reloj fue robado, en Jerusalén, del Museo Mayer Memorial de Arte Islámico, por lo que estuvo desaparecido por muchos años, hasta 2007, cuando una de las esposas de los ladrones, lo devolvió a ese museo. Y fue así como, en el año 2005, el Grupo Swatch, se propuso reproducirlo con la mayor precisión posible, a través del “Breguet Grande Complication N°1160”, que hoy puede costar, aproximadamente, 28 millones de euros.
Este relato tiene un buen principio, pero su desenlace es muy triste. Ya que el relojero, que parece no era esclavo del tiempo, ni siquiera lo terminó en vida. Como tampoco María Antonieta pudo conocerlo.
Lo anterior ocurrió en Occidente, en el contexto del derroche de lujo del Palacio de Versalles y de la sangrienta Revolución Francesa. Pero, ahora, ubiquémonos en el medio oriente, en un lugar totalmente diferente: En el desierto del Sahara, con sus dunas doradas, su cielo azul y estrellado. Con los beduinos que se desplazan con sus dromedarios y camellos. Con ellos, la tribu nómada Tuareg, a la que pertenece Moussa Ag Assarid, el autor de la frase con la cual he titulado este blog.
Los Tuareg se dedican al pastoreo de camellos y cabras. Sus integrantes son conocidos con el sobrenombre de “los hombres azules”, por su turbante de color índigo. También, por su desinterés por el tiempo, al punto que por vivir lejos de las ciudades, es habitual que el padre aproveche un viaje para notificar el nacimiento de sus hijos, indicando una fecha aproximada de su edad, o incluso al azar. Por eso no conocen a ciencia cierta su edad, es más, ni siquiera les interesa.
Moussa es conocido universalmente por sus sabios y profundos pensamientos sobre el arte de vivir. Y en una entrevista concedida al diario, La Vanguardía, de España, sintetizó su pensamiento con la siguiente afirmación: “Tenéis de todo, pero no os basta. Os quejáis. Aquí tenéis reloj, allí tenemos tiempo.
En el desierto no hay atascos, ¿y sabe por qué? ¡Porque allí nadie quiere adelantar a nadie!»
Esta filosofía de vida me recuerda el diálogo sostenido entre un pescador y un empresario, que seguro muchos conocen:
-Hola. Disculpe que le interrumpa, pero he visto que está sentado aquí un día entre semana. ¿Está usted de vacaciones? ¿Quizás esté sin empleo?
– Para nada. Soy pescador. Lo que ve allí es mi barco. Esta mañana salí a pescar y ahora estoy disfrutando del resto del día con mi familia.
– Interesante. Supongo que esas aguas son muy generosas en pescados. ¿Es así?
– Efectivamente, en un par de horas consigo lo suficiente para vender el pescado en el mercado y que a mi familia no le falte nada.
– Pero no lo entiendo. Si tan fácil es pescar, ¿por qué no sale usted todo el día?
– ¿Para qué?
– Porque así conseguiría muchos peces, y al cabo de un rato podría comprar otro barco y contratar a otro pescador.
– ¿Para qué?
– Porque así ganaría todavía más dinero, y podría comprar más barcos y contratar a más pescadores.
– Ya, lo entiendo, pero ¿para qué?
– Porque así después de muchos años de duro trabajo, probablemente conseguiría una empresa líder en el sector de la pesca. Incluso puede que pudiese cotizar en bolsa, y cuando se jubile, usted tendría una fortuna.
– ¿Y para qué voy a querer eso?
– Porque cuando tenga esa fortuna, usted se podrá retirar en alguna playa, y disfrutar de la vida al sol en compañía de su familia.
– ¿¿¿???
Es claro, entonces, que la moraleja de este cuento conlleva a la reflexión de que la finalidad de la vida no atiende de manera exclusiva a destinar el tiempo a obtener cosas por el solo hecho de tenerlas, sino a buscar la posibilidad de que lo producido pueda realmente disfrutarse intensamente y sin prisa, sacando el mejor provecho y satisfacción personal de cada una.
En esa misma filosofía, se contextualiza el diálogo sostenido entre el “Principito” y el hombre que acumulaba estrellas, para demostrar la inutilidad de destinar el tiempo para acumular cosas por acumular, sin un verdadero sentido de la vida:
” Y para qué te sirve poseer las estrellas ?
– Me sirve para ser rico.
– Y para qué te sirve ser rico ?
– Para comprar más estrellas, si alguien las encuentra.»
Vivir en la ciudad tiene sus ventajas como el acceso a la cultura, la educación y la posibilidad de aspirar a “mejores” oportunidades. No obstante, impone un ritmo tan frenético que el tiempo difícilmente alcanza para lo más importante. Trabajamos, como el hombre rico de “El Principito”, para acumular riqueza, pero pasa el tiempo y nada nos asegura que podamos tener la posibilidad de disfrutarla en su momento oportuno. De hecho, conocí el caso de una acaudalada señora que nunca viajó, porque esperaba hacerlo el día que se pensionara, pero justo ese día murió. Hoy, su fortuna la disfrutan sus herederos.
La vida nos regala momentos maravillosos, en los que el alma se deleita con muchas experiencias que aunque parecen triviales, adquieren un significado especial cuando las apreciamos, a través de nuestros sentidos:
-Cuando escuchamos los primeros balbuceos de los niños; el canto de los pájaros que anuncian el nuevo día o la hora del atardecer; el ding dong de las campanas; las olas del mar o el susurro del viento.
-Cuando sucumbimos a tomar una taza de café, después de olfatear el café recién molido o cuando se está preparando. Y ni qué decir del pan cuando se está horneando, que anuncia el momento sublime de probarlo. Y el mejor perfume, el que nos regala gentilmente, en la noche, la flor del árbol de Jazmín.
-Cuando disponemos del tiempo suficiente para contemplar tantos amaneceres y atardeceres fantásticos, donde el cielo parece una verdadera obra de arte pictórica con paletas de todos los colores. O cuando intentamos ver dónde termina el mar, y éste se muestra inconmensurable a nuestra vista.
En
algunas culturas se encuentra arraigada la filosofía del buen vivir.
De hecho, tuve la oportunidad de estar en la isla Oahu, sede de la
capital del estado de Hawai, y sorprenderme gratamente con la
tranquilidad de sus habitantes. Me enteré que los residentes de
Hawai son considerados como los menos estresados
de los Estados Unidos, y que, por tanto, su promedio de vida es mucho
más alto respecto a otros estados.
Así,
según un surfista citado por el diario The Huffington Poste,
el estilo hawaiano: «Es
sólo disfrutar tu tiempo con los amigos, visitar a la familia
y tomarte
el tiempo de reír y contar una historia, incluso si tuviste un día
ocupado. Creo
que esa es la razón de tener una vida larga y saludable en la isla,
es tener un estilo de vida relajado«,
dijo.
Por tanto, el reto consiste en vivir intensamente, no con la posesión del reloj, sino con el verdadero dominio del tiempo, asignando a cada cosa el tiempo que merece. Y para ello, que mejor que terminar este escrito con una reflexión sobre esa búsqueda. Los dejo, entonces, con algunos fragmentos del “Elogio a la Lentitud”, escrito por Carl Honoré, quien con gran atino razona:
“Creo que vivir
deprisa no es vivir, es sobrevivir.
Nuestra cultura nos inculca
el miedo a perder el tiempo,
pero la paradoja es que la
aceleración nos hace desperdiciar la vida.»
«Hoy todo el
mundo sufre la ENFERMEDAD DEL TIEMPO:
la creencia obsesiva de
que el tiempo se aleja y
debes pedalear cada vez más rápido»
«La velocidad es
una manera de no enfrentarse a lo que le pasa a tu
cuerpo y a tu
mente, de evitar las preguntas importantes…
Viajamos
constantemente por el carril rápido, cargados de emociones,
de
adrenalina, de estímulos, y eso hace que no tengamos nunca el
tiempo
y la tranquilidad que necesitamos para reflexionar y
preguntarnos
qué es lo realmente importante.”
«La lentitud nos
permite ser más creativos en el trabajo,
tener más salud y
poder conectarnos con el placer y los otros»
«A menudo, TRABAJAR MENOS significa trabajar mejor.
Pero más allá del gran debate sobre la productividad
se encuentra la pregunta probablemente más importante de todas:
¿PARA QUÉ ES LA VIDA?