SEGUNDO FUE PRIMERO
SEGUNDO FUE EL PRIMERO
Por: Gloria Dorys Álvarez García
Primero se formaron la tierra, las montañas y los valles; se dividieron las corrientes del agua, los arroyos se fueron corriendo libremente entre los cerros, y las aguas quedaron separadas cuando aparecieron las altas montañas.
Así fue la creación de la tierra, cuando fue formada por el Corazón del Cielo, el Corazón de la Tierra, que así son llamados los que primero la fecundaron, cuando el cielo estaba en suspenso y la tierra se hallaba sumergida dentro del agua.
De esta manera se perfeccionó la obra, cuando la ejecutaron después de pensar y meditar sobre su feliz terminación. Popol Vuh
Cuando vi en el chat familiar la propuesta de ascender al volcán nevado Cotopaxi, en Ecuador, me uní al grupo de aventureros sin pensarlo dos veces. Quizás en ese momento no era del todo consciente de las dificultades que implicaba la travesía, ni de todo lo que la naturaleza —y la esencia de quienes viven más cerca de ella— me enseñaría en el camino.
El 26 de marzo de 2024, nos encontramos en Quito para emprender una gran hazaña: ascender al majestuoso Cotopaxi. A las siete de la mañana, tras tomar una taza de café negro con galletas de avena, nos ataviamos con gorros, guantes, bufandas y chaquetas, dejamos atrás el hotel.
El plan, abordar un taxi que nos llevaría en primera instancia al Terminal Terrestre de Quitumbe, situado en la Avenida Mariscal Sucre, desde allí tomaríamos un autobús que nos conduciría a la entrada del Parque Nacional Cotopaxi.
Una vez en la calle, los desprevenidos expedicionarios nos lanzamos a la mañana quiteña y los susurros de su altura. Abordamos un taxi conducido por un joven indígena que no superaba los 32 años, de piel canela, complexión robusta, no muy alto, de rostro redondo y profundos ojos cafés, quien, en armonía con su cultura ancestral, llevaba el cabello negro azabache recogido en una cola. Supe de inmediato que era nativo de Otavalo, nací cerca de la frontera con Ecuador y he visitado muchas veces esa maravillosa ciudad.
Nuestro nuevo amigo, Segundo, tenía como misión inicial llevarnos a la estación de Quitumbe, en un recorrido que tomaría algo más de una hora. Sin embargo, ya cerca del primer destino comenzamos a inquietarnos, pues, los buses que parten de esa terminal suelen hacer muchas paradas, esto podría retrasar la llegada y poner en riesgo nuestro encuentro con el azucarado coloso. Fue entonces cuando, para ganar tiempo, se nos ocurrió proponerle a Segundo que nos llevara directamente al Parque Nacional Cotopaxi. Sin vacilar, nos respondió con la certeza tranquila de quien confía en su intuición: “Yo no he ido antes, pero sé cómo llegar”.
Segundo se sonreía fácilmente y parecía no inmutarse ante las prisas y sobresaltos del mundo; siempre lo vi confiado, sereno, dueño de una calma antigua. Hablaba quichua y español, y pronto entabló una conversación fluida con mi hermano, tal vez por la edad, la sencillez compartida o por una afinidad inmediata que no requería explicación. Le habló de su vida como taxista en Quito, de los rincones más emblemáticos de la ciudad y de las dificultades que encontraba al manejar ciertas aplicaciones en su celular. Mi hermano, ingeniero de formación y curioso por naturaleza, le ayudó con gusto. Así se dio entre ellos un intercambio sutil y valioso: un trueque moderno de saberes y experiencias, como en los antiguos mercados andinos, pero en movimiento y sobre ruedas.
Por mi parte, viajaba en el asiento trasero del taxi con la mirada atenta de cada letrero que se cruzaba con mi vista, pues, siempre me ha parecido un ejercicio divertido. Uno de ellos no se me olvida, lo vi a la salida de Quito, el de una modesta barbería llamada: «El hombre fiel«; lo comenté con mis coequiperos, quienes explotaron en una estrepitosa carcajada.
Ya en la entrada del Parque Nacional Cotopaxi, Segundo se despidió de nosotros y nos deseó un buen viaje. Pero, el universo en un giro inesperado tenía otros planes, apareció otro escollo; nadie nos aseguraba que después de descender conseguiríamos transporte de regreso.
Fue entonces cuando a mi hermano le propuso:
—Amigo, ¿cree que podría esperarnos unas tres horas mientras subimos hasta la media montaña?
Segundo, sin dudar un instante, respondió:
—Sí, claro, los puedo esperar.
Me sorprendió su respuesta, tan rápida y afirmativa. Esperaba, al menos, un silencio, una pausa, tal vez un «no«. Después de todo, ¿quién garantizaba que tardaríamos solo tres horas? ¿Y cómo iba a perder Segundo ese valioso tiempo, tan apreciable en su profesión de conductor? A menos, claro, que hubiera cobrado un valor considerable con el que no contábamos en nuestros bolsillos.
Pero antes de todo, primero el desayuno. En la cafetería del Parque Nacional nos aguardaba una mesa generosa con chocolate espeso, café humeante, jugo fresco, huevos al gusto y, por supuesto, el “seco de pollo”: una suculenta pierna bañada en salsa, acompañada de arroz blanco y papas cocidas.
Era menester prepararse para el desafío y, por su puesto, por la panza había que empezar. Segundo, se entregó con gusto al seco de pollo y al chocolate caliente. Tenía una sonrisa de oreja a oreja.
Terminado el desayuno, nuevamente, mi hermano tuvo otra ocurrencia: proponerle a Segundo que nos acompañara en la subida al Cotopaxi. Pensé que se molestaría, que quizás, se negaría con una excusa razonable, porque no estaba vestido para la ocasión, para el frio extremo, no se había programado para ello. Llevaba apenas una chaqueta gris de algodón, un jean, cuya tela irónicamente tenía el efecto nevado – más decorativo que térmico- y unos tenis de lona azul.
Pero, contra todo pronóstico, una vez más, aceptó sin reparos. Después comprendí que en lo esencial, Segundo estaba siempre preparado, con una voluntad abierta a lo inesperado.
El siguiente paso era subirnos a una camioneta 4×4 que nos llevaría a las faldas del Cotopaxi. Para hacer de ese momento una experiencia más aventurera, había que irse en el platón. A Segundo no le importaban los sacudones, más bien los disfrutaba y parecía gozarse el reto. A medida que avanzábamos, dejábamos cientos y cientos de pinos que con el viento parecían no solo darnos la bienvenida, sino también regalarnos un aire que refrescaba no solo nuestros pulmones, sino también nuestra alma.
Después de los pinos, el conductor de la camioneta hizo una pausa para que contempláramos, al mejor estilo Animal Planet, a mamá venado y su hijito venadito, a quienes no parecía importarles nuestra cercanía, solo disfrutar su mutua compañía. Más arriba, habíamos de encontrarnos con caballos salvajes de color chocolate oscuro que corrían a sus anchas con indómita libertad.

Ya una vez llegamos a un punto donde todos los vehículos se estacionan, quedó ante nosotros el verdadero reto, subir al épico volcán. Apenas iniciamos el ascenso, una de las alpinistas empezó a desfallecer por la falta de arie. Mi hermano y yo tuvimos que ralentizar la marcha para acompañarla. A pesar de la dificultad, insistía en llegar al siguiente punto, refugio José Rivas. Entonces, él la ayudaba de manera alternada, entre cargarla en sus hombros y caminar a su lado cuando recuperaba algo de su fuerza.
Lo cierto es que la subida a medida montaña no era tan sencilla como habíamos imaginado, no solo se trataba de técnica en la respiración, también resistir el frío, enfrentar la lluvia de granizo y sobreponerse a los rayos que impactaban con sus fuertes descargas eléctricas que nos desafiaban e intimidaban. Lo interpretamos como una voz de la naturaleza que dejaba muy en claro quien tenía el poder.
Luego, alcanzamos a la media montaña, al refugio José Rivas: una cabaña de madera, con aires de chalet suizo, rodeada por la nieve. Sobre su techo volaban gaviotas andinas y, en los alrededores, merodeaban zorros de color rojizo. Qué alegría sentimos cuando llegamos, con la promesa de tomar chocolate con empanadas de harina con queso, aunque sinceramente nunca encontré el queso.
En ese lugar hallamos a los sobrinos sentados en una mesa, acompañados por Segundo. Segundo había llegado primero, incluso antes que la guía, se había apersonado de cuidar de ellos. En el ambiente, se percibía una atmósfera de confraternidad y complicidad entre los tres. Pues, no hacían más que bromear sobre lo ocurrido, sobre las peripecias del ascenso.
Nos encontrábamos en la media montaña, maravillados, extasiados ante la presencia imponente del Cotopaxi, un volcán de 5.897 metros que se alzaba majestuoso, como un cono de nieve. Se había manifestado con fuerza —con truenos, con granizo, con ese aire indómito que pone a prueba el alma del viajero, pero también había sido generoso. Nos permitió acercarnos a su grandeza, y lo hicimos acompañados por alguien que, sin decirlo, lo comprendía mejor que nosotros. Aquel hombre, sin el atuendo técnico ni los implementos adecuados, ascendió con naturalidad, como si el volcán reconociera en él a un viejo conocido.
En el camino de regreso a Quito, vencidos por el cansancio y aún temblorosos por el frío, seguimos la recomendación de nuestro nuevo mejor amigo y nos detuvimos en un restaurante típico de la región, donde aprovechamos para calentarnos en su chimenea y probar un delicioso locro, un platillo ancestral producto de la tradición prehispánica, un caldo espeso y humeante preparado con varias clases de papas, cubos de queso fresco, achiote y cilantro, ¡oh!, me supo a “gloria”.
De vuelta a casa, hice un balance de lo que aquella expedición había significado, y, sí, comprendí que: Segundo había sido el primero, porque no estaba subyugado por el tiempo; su cultura, contacto y comprensión del verdadero espíritu de la naturaleza lo habían preparado mejor que nosotros para adaptarse a sus reglas. Era el testimonio de lo que los griegos llamaban ataraxia: imperturbable, sereno y tranquilo. Dejaba que todo fluyera, que la vida lo sorprendiera sin miedo. Difícil olvidar todo lo que aprendí de él, justamente, de un hijo de la tierra que en otro tiempo fuera parte de un imperio, del Imperio Inca, del Imperio “Tahuantinsuyo”.

“Has olvidado que el bosque era tu hogar?¿Qué el bosque grande, profundo y sereno te espera como un amigo? Vuelve al bosque allí aprenderás a ser de nuevo un niño. ¿Por qué te olvidaste que el bosque era tu amigo? Los caminos de las hormigas bajo el cielo, el estero que te daba palabras luminosas, el atardecer con el que juegas con la lluvia. ¿Por qué lo has olvidado?¿Por qué no recuerdas nada?”
Jorge Teillier, escritor chileno
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